Me había regalado Megafón.
Mi tío no me regalaba libros, pero me regaló Megafón.
Las reuniones eran clandestinas.
No podía ser de otra manera.
Entrábamos unos pocos, en algún departamento de Buenos Aires, lentamente, rigurosamente organizados, ingresábamos siguiendo un orden horario antes acordado.
Y el silencio era dominante.
Ningún saludo efusivo.
Palabras en voz baja.
No llamar la atención.
La reunión fue esa vez en un edificio de Carlos Pellegrini, creo.
Tampoco la dirección se conocía antes de la cita.
Cuando se completó la concurrencia, la reunión comenzó.
Tras las primeras palabras, una sirena y el ruido de la calle, anunciaron un operativo militar.
Quedamos perplejos.
En silencio, decidimos levantar la reunión.
Uno a uno nos fuimos, siguiendo el mismo orden de llegada.
El miedo a caer, superó la reflexión lógica.
Obviamente, no nos buscaban a nosotros.
Por esa vez, no éramos el objetivo.
Nos fuimos.
En el espanto, perdí a Megafón.
Vaya a saber dónde quedó.
Estoy seguro que lo llevaba en la mano.
Apenas había leído sus primeras páginas.
Nunca más volví sobre el tema.
Se perdió.
Ahora regresa en anécdota.
Lejana.
Mientras veo entre mis libros más personales, un ejemplar de Heptamerón, también de Marechal, jamás leído.
Reconozco que en algún lugar de nuestra biblioteca "familiar", esos libros de los que compartimos "tenencia", hay un Adán Buenos Aires.
Tampoco visitado.
Casi cuarenta años después, aún no pude volver a Marechal.
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