El
día viernes me robaron el teléfono celular.
Fue
un robo al paso.
Caminaba
por el Hospital desde el pabellón 30 hacia la entrada, por el camino paralelo
al laboratorio.
Despreocupado,
llevaba desabrochado el guardapolvo.
Hacía
calor.
Llevaba
la billetera y el celular en el bolsillo izquierdo del guardapolvo.
Maldito
momento en que pensé ir al cajero del banco.
En
el ir y venir, caminó gente a mi lado.
Como
siempre.
En
la explanada del ingreso al edificio, frente a la Terapia 3, me encontré con un
médico amigo.
Como
siempre, un intercambio de saludos y abrazos.
Ingresé al edificio rumbo al cajero.
Allí
me di cuenta: me habían pungueado el celular.
Salvé
la billetera.
El
odio me invadió: por el robo, por el mal nacido que me robó y por mi descuido.
¿Cómo
no tomé la precaución de abrochar el guardapolvo?
¿Cómo
no percibí que entre los caminantes, pasajeros de siempre y otros no, acechaba
un hijo de puta?
Regresé
desesperado sobre el camino recorrido: no lo encontré.
Ya
en la sala 20, la solidaridad de las enfermeras, no se demoró.
Llamaron
al celular pero ya estaba apagado.
Me
robaron y no dejo de pensar en el ladrón.
Esta
misma semana me solicitaron un informe sobre hechos de violencia en la División
C.
Recorrer
unos minutos las unidades, conversar con el personal, con los compañeros,
revisar el libro de Enfermería, alcanzó para identificar los últimos
vandalismos.
Nada
nuevo.
Pero
me tocó a mí.
Luis
Trombetta
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